
Mario Opazo Chilean, b. 1969
Un planeta para Giselle, 1995
Installation
Una topografía de carbón mineral cubre el suelo de las salas del museo, aledaño a esta extraña superficie se disponen algunos objetos domésticos intervenidos, tales como mesas, sillas y una...
Una topografía de carbón mineral cubre el suelo de las salas del museo, aledaño a esta extraña superficie se disponen algunos objetos domésticos intervenidos, tales como mesas, sillas y una cama, sobre las paredes suspenden paneles en los cuales hay composiciones ensambladas, hechas con materiales y objetos diversos, desde juguetes hasta utensilios clínicos.
El color que predomina es el blanco y el negro, aunque cada material otorga sus propias gamas cromáticas a la instalación, el ambiente es dominado por la neutralidad de lo fúnebre o la asepsia de un planeta intocado, una geografía nueva para depositar el dolor de la memoria traída de otro mundo, de la Tierra que enferma naturalmente y muere.
Esta instalación se constituye como escenario para la memoria, la conmemoración de la muerte de Giselle, los afectos se depositan con intensidad a través de la labor del artista, este, se ocupa de los grandes asuntos del planeta, pero no puede olvidar su origen doméstico y minúsculo, privado y secreto, sus emociones cercanas, su amor por los suyos. La muerte de Giselle paraliza pero también proyecta, impulsa, cada gesto se potencia desde lo más personal a lo más público, ¿quién no ha tenido que ver con la muerte?
En la obra el artista trae al museo hasta los bombillos o lámparas, trae de su casa la luz, esa que es cálida y determinada, clara y cercana al hogar, trae las mesas, las sillas, la cama de Giselle, cada mueble se hace obra, cada utensilio de ella la reclama, hay una herida sin cuerpo, los objetos se ofrecen como cuerpo para la herida, la historia es como una herida en un cuerpo, la memoria es como una herida sin cuerpo.
Giselle era artista de lo imperceptible, de lo que la naturaleza oculta, de aquello que por frágil es poderoso, lágrimas condensadas en un congelador, sal que se corroe con la humedad, mariposas vivas, polvo, etc. Todo eso fue invitado a la obra, sus materiales fueron traídos, sus gestos livianos e irrevocables, y la obra se hizo receptáculo de aquello que nos dejó como huellas frágiles en sus habitaciones, en su taller, en su casa.
Desde el centro de ese suelo de enormes piedras de carbón, un aparato de video proyecta sobre la pared una imagen, esta muestra al autor jugando con su perro en la montaña, el sonido del video, es la voz de Giselle entonando una canción infantil, todo parece obedecer a uno de los últimos deseos de ella, después de su muerte el autor, encontró en su hogar una nota que de manera trivial, decía: “estoy en el supermercado, no me demoro, mientras tanto juega con el perro”.
La instalación mezcla materiales, objetos y dispositivos de video y sonido. Tras las puertas de cristal que conducen a las bodegas del museo, interrumpen nuestro paso unos aparatos de televisión que emiten grabaciones de las salas y rincones prohibidos del recinto: sus bodegas, depósitos y sótanos, estos, se ven como a través de un dispositivo de circuito cerrado, evocan modos de traer lo oculto a la vida, un deseo de resurrección o de vigilancia de lo sagrado, de ver lo prohibido, lo que está más allá de la muerte.
Se trata de una muy compleja instalación, esta podría asumirse como una estrategia de conducción del relato a la memoria, asumiendo un índice de símbolos provenientes de una especie de mitología personal, que nos conducen en silencio al terreno de la imaginación, terreno que en este caso surge de la mezcla de arte, anti arte, naturaleza y máquina. Se trata de una especie de laboratorio del que se espera emerja un nuevo mundo, en el que lo humano debe transitar entre símbolos, alegorías, íconos, materiales, sustancias, fuerzas y emociones.
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